martes, 25 de junio de 2013

...ADIÓS MUCHACHOS...


...Adiós muchachos compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos...

Podía oír a la perfección aquellas palabras desgarradas que acompañaban a las notas del bandoneón, como si realmente Carlos Gardel estuviera allí delante, en la plaza Mariana Pineda de Granada, junto a aquel viejo músico que agitaba con desconsuelo su instrumento para aportarle algo de teatralidad al espectáculo. No acababa de creerlo, en realidad creía estar aún en mi Buenos Aires, en la Calle Florida, observando cómo los turistas llenaban de plata el sombrero de un improvisado bailarín de club que acababa de terminar su función.

No pude resistir la tentación, después de tres años de exilio me había ganado el derecho a unos minutos de nostalgia. Me senté junto al viejito arrugado y me dejé llevar por la magia que manaba de sus dedos en forma de suspiros. No era el mejor concertista, ni siquiera usaba un buen bandoneón, pero a mí su música me sonaba a pampa, y me llevaba de un zarpazo a mis días dorados de farra en mi añorada Argentina. Podía ver a mis muchachos, a los compañeros que había dejado allá; a mi padre en su pequeño trozo de patria en el cementerio de Buenos Aires; a mi mamita, ansiosa por tener noticias, escuchando el sonido metálico de una radio demasiado antigua junto al balcón del salón. Todo me sabía a recuerdos y la canción sonaba para avivar unas brasas que me consumían lentamente en el suplicio dulce de revivir el pasado. Sentía vibrar toda la plaza con aquellas notas con aire de reproche, los árboles, los edificios, incluso el suelo parecía estremecerse. Pero a nadie más que a mí le importaba, nadie parecía inmutarse ante aquel espectáculo sobrecogedor, para nadie tenía tanto significado aquella canción como para mí... Cada cual absorto en sus pensamientos pasaba delante de nosotros sin ni siquiera detenerse unos segundos a saborear los acordes. Es extraño, vivimos rodeados de cosas hermosas y nos empeñamos en vivir ajenos a ellas. No hay más que sentarse en un banco de piedra y escuchar, dejar que un músico callejero nos lleve lejos con sólo acariciar las teclas de un bandoneón de tercera.

El viejito seguía tocando mi canción y en algunos golpes de tono me dedicaba una mirada de soslayo y un gesto exagerado, para hacerme partícipe de la interpretación. Yo, extasiado, le devolvía una sonrisa. Se acercaba el final y ya comenzaba a sentir nostalgia, me hubiera pasado tres horas oyendo una y otra vez aquella canción de despedida, aquel adiós continuo con el que me sentía tan identificado. Finalmente, un estruendo acelerado que dio paso a un rotundo silencio en el que aún vibraban los acordes. Yo permanecí un instante con los ojos cerrados, hasta que el músico me despertó pidiendo unas monedas.

Me levanté a disgusto y comencé a buscar en mi bolsillo mientras le preguntaba:

-¿Paisano?

Él se agachó para coger un cartón de vino y, alzándolo, contestó:

-Yo soy como este vino, de la tierra.

Sonreí y le di las monedas. Fue entonces cuando lo comprendí. El mundo está lleno de muchachos que constantemente se están despidiendo, y no importa dónde vivas, ni siquiera de dónde seas... sólo importa lo que sientas...

lunes, 17 de junio de 2013

EN EL OCASO DE NUESTRO MUNDO, DAME TU LUZ

El sol comenzaba a declinar, cayendo sobre la vega de Granada para incendiar sus campos con los brillos cobrizos del ocaso. La ciudad se preparaba para la oración del atardecer, apagando lentamente sus quehaceres al ritmo pausado en que las sombras comenzaban a invadir los callejones del Albaicín. Una extraña calma caía pesadamente cubriendo el ambiente con la tonalidad grisácea de las nubes de tormenta. Durante toda la tarde el cielo había amenazado con una descarga de agua, pero nada parecía alterar esa tranquilidad que precede a los aguaceros, llegando a convertirse en un estado perenne. 

En la Alhambra, desde el adarve de una de sus soberbias murallas, un soldado observaba cómo la ciudad se oscurecía y el humo de mil hogares encendidos comenzaba a elevarse hacia el cielo gris. Todos se preparaban para romper el ayuno. Muchos hombres merodeaban junto a la Mezquita Mayor, en el barrio de la Alcaicería, mezclándose con los comerciantes que comenzaban a cerrar sus negocios y con los muchachos que recibían clase en la Madraza.

El soldado, inmóvil en su puesto de guardia, dirigía la mirada a las casas del Albaicín. En sus ojos lucía una nostalgia imprecisa que parecía ahogarlo en anhelos de un porvenir despejado de incertidumbres.

El sol acarició el horizonte y empezó a perderse tras las montañas, más allá de los arrabales de la ciudad, más allá del campamento de los castellanos en la vega, más allá de los sueños perdidos por los granadinos en las tierras arrebatadas... pero en el barrio del Albaicín nada parecía cambiar, todo continuaba impregnado de serenidad, sin que nadie diera señales de que había vida en aquellas casas desordenadas plantadas en la ladera de una colina. En unos momentos el sol se perdió tras la silueta de los montes, al mismo tiempo que la voz del muecín de la Mezquita Mayor comenzaba a recitar la llamada a la última oración. Sus cantos vistieron de silencio la ciudad. La bella voz, la voz que merecían las palabras reveladas al Profeta por el mismo Allah, flotaba en el aire sobre los tejados de los fieles. Mientras tanto, el soldado se orientó para rezar.

Concluida la oración retomó su guardia, pero no conseguía apartar la vista del Albaicín. Aguardaba paciente a que terminaran los banquetes que todos habían soñado durante el largo día. Ahora la vida bullía de cada casa, se oían risas, cantos lejanos en las casas de los nobles y el trajín de las bandejas y los cacharros para guisar. Avanzó la noche y el ruido se fue esfumando. El soldado apenas podía contenerse y paseaba nervioso sobre el adarve, sin perder nunca de vista las casas. De repente, una luz destelló desde una ventana. Sintió cómo su estómago se encogía y le faltaba el aire. Contuvo la respiración a la espera de la señal. Una mano que apenas adivinaba en la distancia tapó el reflejo de la luz, y al instante se apartó de ella dejándola de nuevo brillar. Él permaneció aferrado a su lanza creyendo que moriría si tenía que aguardar un instante más. La mano volvió a dejarse ver, esta vez para cerrar la ventana y ocultar la luz y su propio cuerpo. Pero el soldado no necesitaba ya ventanas para verla a ella. La señal había sido clara: “si tapas una vez la luz, entenderé un sí, si la tapas dos veces, entenderé un no”, le había dicho él esa misma mañana.

Hiba, la dueña de sus noches de insomnio, le había declarado que le amaba, y a él ya no le importaba la llovizna que acababa de comenzar, ni el asedio que mataba de hambre a su pueblo, ni siquiera le importaba saber que sería testigo de la caída del Emirato de Granada...

viernes, 14 de junio de 2013

ESTATISMO DE FONDO

En el pasado los cambios eran revolucionarios. Las sociedades permanecían estáticas durante largos períodos y, en un momento dado, se producía un cambio global, de grandes dimensiones, que removía los cimientos de la realidad y producía cambios de magnitudes insospechables para los ciudadanos de la época. Dos ejemplos clásicos son la revolución francesa y la revolución industrial. 
Hoy en día, sin embargo, el cambio es el estado habitual de la sociedad, que avanza a un ritmo trepidante demandando constantemente una adaptación de las estructuras a las nuevas circunstancias. En los últimos años se viene produciendo un fenómeno un tanto singular. Una gran crisis ha sacudido al mundo entero, como señal de la necesidad de un cambio revolucionario pero, a pesar de todo, los dirigentes mundiales se siguen empeñando en mantener el sistema tal y como está. Se trata de una lucha por mantener un estatismo de fondo, mientras que todo el entorno pide un cambio. 
Ahora más que nunca, con un sistema político y económico colapsado, se hace necesario un cambio, pero los poderes se aferran al clavo ardiente y buscan sus propias soluciones para mantener una estructura que ha demostrado estar obsoleta y que ha producido grandes desigualdades dentro de los países y entre países, a nivel mundial. 
La solución a este problema sería compleja, pero pasaría por aventurarse en el cambio, por adaptarnos a la nueva realidad. Las crisis son como un dolor de rodilla que nos indica que algo no va bien y, por otra parte, son una oportunidad para afrontar las soluciones a problemas que se han mantenido hasta el momento en silencio. 
Por lo que se ve en las noticias, parece que nuestros dirigentes van a desaprovechar la ocasión, se empeñan en hacer remaches en un castillo que está a punto de desmoronarse, en lugar de dejar que se caiga y construir uno nuevo sobre bases más sólidas y justas. ¿Cómo sería ese nuevo castillo? Como comprenderéis, esa pregunta escapa a mis posibilidades de análisis. Es un “punto ciego” que ahora no logramos ver, pero que puede que pasados unos años pensemos: ¿cómo no lo hicimos antes? Se trataría de lanzarse al abismo con valor, honestidad y honradez, tres ingredientes que faltan en la política actual. 
Difícil de conseguir, pero hay una esperanza. Hay una teoría evolutiva que estudié en la carrera y que explica la aparición de la vida fuera del agua de una manera muy interesante. Cuando grandes extensiones de agua comenzaron a secarse quedaron charcas aisladas de tamaño más reducido. Los animales acuáticos, que enseguida se quedaban sin recursos, salían de sus charcas momentáneamente para trasladarse a otra cercana. Al principio apenas aguantarían unos segundos fuera del agua pero, con el tiempo, desarrollaron la capacidad de respirar e incluso desarrollaron patas que les ayudaron a moverse fuera del agua para encontrar esas charcas. Así, el empeño de seguir viviendo en el agua produjo formas de vida que podían vivir fuera de ella, la lucha por mantenerse estáticos lo que produjo fue una situación totalmente nueva. Confiemos en que esta teoría sea cierta.

domingo, 9 de junio de 2013

VULGARIZACIÓN DE LA CULTURA

Somos lo que consumimos. La frase original es “somos lo que comemos” y se trata de una afirmación muy certera. Si observamos la naranja antes de comérnosla le podemos susurrar tranquilamente: -Tú serás yo. Realmente el alimento pasa a formar parte de nosotros, nuestro cuerpo lo digiere, lo transforma y lo integra. Precisamente por eso tenemos que controlar qué comemos. 
La frase que propongo es una pequeña variante de ésta que la hace extensiva a otros ámbitos. Todo lo que consumimos se convierte, de una u otra forma, en nosotros. Me refiero primordialmente al consumo cultural, a aquello que leemos, oímos o vemos. Los productos culturales también se quedan con nosotros, crean nuestra personalidad, nuestra manera de entender el mundo, nos transforman… También en este caso tenemos que cuidar lo que consumimos. 
Últimamente hay una tendencia general a lo breve y mediocre, escudándonos en que tiene que “llegar” a todo el mundo. En resumen, desde mi punto de vista, nos tratan como a niños, decidiendo por nosotros lo que podemos o no podemos ver. Además, con esta actitud, mantenemos la ignorancia del que no sabe. Si queremos una sociedad bien informada, culta, con capacidad de crítica, debemos alimentarla con productos culturales de calidad. También es cierto que la oferta debe ser amplia, pero no podemos sacrificar la excelencia por la mediocridad de una masa acrítica. No se trata de elitismo, más bien es todo lo contrario. Lo que propongo es que todos tengamos acceso a esos productos, que la cultura sea un bien deseado y consumido por todos. 
¿Dónde empieza este trabajo? Como es fácil deducir, en la educación. En nuestros colegios está la clave para conseguir una sociedad más preparada, más consciente de su realidad, más interesada por su entorno y, en definitiva, mejor. Tenemos unos profesionales de la enseñanza insuperables, pero unos políticos ineptos que aprovechan sus legislaturas para deshacer la huella del gobierno anterior, sin tener en cuenta que la educación debe ser objeto de un gran pacto social que mantenga un criterio único. 
En el campo de la literatura, asistimos a unos tiempos en los que las grandes editoriales publican con un mínimo de calidad y un máximo de expectativas comerciales. Se publican novelas de escaso nivel literario que se venden en función de modas. De igual forma sucede en el cine, la música... 
Por tanto, a modo de resumen, la solución a esta vulgarización de la cultura pasa por mejorar la demanda a través de la educación, y la oferta a través de un trabajo serio de las productoras y editoriales.

domingo, 2 de junio de 2013

ESCRIBIR...

Apenas tengo memoria sobre los primeros versos que escribí. Tal vez fueran de amor, ese amor tierno de infancia que nos sobrecoge cuando apenas tenemos edad para conocer el mundo. Tal vez fueran sobre la muerte, porque desde pequeño fui melancólico y reflexivo, quizás demasiado para aquella edad. De una u otra forma, ya fueran versos luminosos o palabras cargadas de una honda tristeza, los versos estuvieron presentes en mi vida desde mi niñez. Mi relación con la poesía, como todo lo arrebatadoramente pasional, duró poco, apenas unos años, pero lo suficiente como para dejarme dentro una semilla que ha pintado de lírica toda mi prosa. 

Tras la poesía llegó la narrativa, breve en un primer momento. Escribí relatos como una terapia para el alma, inquieta, que buscaba sosiego derramando palabras sobre el viejo teclado de un 486. La prosa echó raíces y decidió quedarse a mi lado, creció y floreció. Desde entonces ha estado dándome frutos, generosa, sin apenas pedir nada a cambio. 

La novela fue la evolución natural de una pasión que parecía no tener límites. La inquietud ya no se colmaba con unas cuantas palabras y tuve que alimentar la inspiración con más horas, más trabajo, y más páginas. En la novela me encuentro cómodo, la novela es el cauce de mis ideas, que fluyen mansas y acarician las piedras del lecho, canteando sus bordes afilados. 

Escribir no es una afición, es una forma de entender el mundo, es una compulsión que te arrastra a horas de soledad donde la dicha de crear te serena y te llena por completo. Por eso nunca he dejado de escribir, porque esta tarea del alma da sentido a lo que hago mientras no escribo, eso que muchos llaman vida.