-¡En
el nombre del sultán, deteneos! ¡Volved a vuestros hogares o tendremos que usar
la fuerza!
La
voz del capitán sonaba como un trueno desde el adarve de la torre pero, por
encima de la suya, las mil voces de los rebeldes ascendían lamiendo la piedra
de las murallas, como una marea incesante que golpeaba los muros y la puerta,
los atravesaba, y se adentraba en los jardines de los palacios de la Alhambra. Los soldados de la
guarnición observaban a los sublevados sin saber muy bien qué hacer. Apenas
eran trescientos acuartelados, contra los miles que reclamaban ver al sultán
desde las cuestas de la
Sabika.
Reduán
Venegas se reunió con los capitanes en lo más alto de la puerta de la
Ley. El noble había acudido al palacio para
hablar con el sultán y aguardaba una respuesta de su secretario cuando comenzó
el tumulto.
-¿Qué
está pasando? -consiguió preguntar cuando se repuso.
-Señor
-tomó la palabra uno de ellos, el de mayor edad-, Granada entera se ha
levantado contra Muley Hassan, no sabemos cómo actuar.
Con
la respiración aún agitada por la carrera, Reduán asimiló las palabras y dudó
unos instantes antes de ponerse al frente de la improvisada defensa.
-¿Está
informado nuestro sultán?
-No
lo sé.
-Pues
que alguien vaya a comprobarlo. Mientras tanto, apuntalad la puerta y apostad
ballesteros en la torre y por todo el adarve.
Los
capitanes cumplieron sus órdenes. Cerca de cincuenta ballesteros se repartieron
por la muralla, dispuestos a disparar al más mínimo intento de asalto. El
pueblo reaccionó con ira y una lluvia de piedras e incluso tiros de ballesta
acosó las almenas.
De
pronto, como por arte de un encantamiento, se hizo el silencio. Durante unos
instantes tan sólo se oyó el murmullo de los rebeldes, que se mandaban callar
unos a otros.
-¡Abrid
la puerta! -sonó una única voz desde la muchedumbre. Sólo hubo silencio como
respuesta. -¡Abrid la puerta o la echamos abajo!
Reduán
miró al capitán que le había informado de la situación. Éste agachó la cabeza.
El noble se retorció en su puesto y finalmente dio la cara desde la torre.
-¡¿Quién
da esa orden?!
-Soy
el faquí Abd al-Rahim y hablo en
nombre del pueblo, un pueblo al que parece haber olvidado su gobernante.
Como
apoyo a sus palabras se oyeron vítores y los chasquidos de los aperos que la
mayoría enarbolaba, como armas de un ejército sin recursos.
-Nuestro
sultán nunca olvida a su pueblo -reprochó Reduán.
-Nuestro
sultán se encierra en la
Alhambra y deja que los cristianos conquisten a su antojo.
Han tomado Ronda, Coín, Marbella... ¡Se ríen delante de nuestras narices, cercanos
ya a Málaga!
-Debemos
fidelidad al sultán -contestó el noble, con los labios apretados.
-¡No
a este sultán!
Y
aquel grito fue el resorte que hizo despertar de nuevo a los exaltados, que
arremetieron contra la puerta con el ímpetu de un ariete. Las maderas
crujieron, los goznes eran resistentes, pero acabarían cediendo. Reduán Venegas
observó a los ballesteros que, impacientes, aguardaban su orden para disparar.
En el último momento, cuando todo parecía indicar que la sangre correría esa
mañana por las laderas de la
Sabika , la puerta se abrió lentamente y los rebeldes se
apartaron, extrañados, para ver qué les esperaba al otro lado.
Ante
ellos apareció Zoraya con su hijo de la mano. La favorita del sultán se
enfrentó altiva a los hombres y con paso seguro caminó hacia ellos tirando del
niño. Le abrieron paso y se colocó a varios pasos de la puerta, rodeada por los
faquíes que dirigían la rebelión.
Todos quedaron petrificados, todos menos el viejo Abd al-Rahim, que cuando la
tuvo delante gritó para que todos lo oyeran.
-¡Vergüenza
siento de nuestro soberano. Nos manda a una mujer para decirnos lo que él no
tiene valor de decir!
El
coro de vítores volvió a sonar y cuando se serenaron Zoraya tomó la palabra.
-Mi
esposo, Muley Hassan, yace enfermo y no puede atender vuestras demandas; que el
Compasivo lo proteja y le dé salud. La terrible enfermedad que padece lo mantiene
alejado de los asuntos de gobierno, por lo que pide a su pueblo -hizo una pausa
y miró a su alrededor mientras trataba de serenar su respiración-, el pueblo al
que tanto ama, que tenga paciencia y aguarde su mejoría, o que acepte como
sultán de Granada a su hijo -empujó al niño ante los faquíes y aguardó la respuesta.
Abd
al-Rahim negó con la cabeza, sus ojos se llenaron de furia y bramó una
contestación que todos tenían en mente.
-¡Ni
un sultán enfermo, ni un sultán niño es lo que necesita Granada en estos
momentos!
En
esta ocasión, en el griterío que siguió a la intervención del faquí se oyó un nombre que todos
coreaban: Muhammad ibn Sa’d. Varios hombres alzaron pendones con el nombre del
hermano del sultán escrito con letras bermejas. El pueblo pedía un nuevo líder.
El escándalo no cesaba y la muchedumbre empujaba, pidiendo a los faquíes que se apartaran para dejarlos
entrar en la Alhambra. Zoraya
agarró a su hijo y atravesó la puerta. Los faquíes
parecían vacilar, si dejaban el paso abierto los rebeldes acabarían con la
mujer y su hijo. Por la mujer no sentían el más mínimo aprecio, para ellos no
era más que una cautiva cristiana que había conseguido embaucar al sultán. Pero
el niño, aunque fuera el hijo de una conversa, también lo era de Muley Hassan.
En
medio de aquella confusión Reduán, que había observado la escena desde la
torre, habló para todos.
-¡Negociemos!
-tuvo que repetirlo tres veces para que lo escucharan-.Yo mismo había venido
aquí para hablar con nuestro sultán, pero si es verdad lo que nos ha contado su
esposa, si padece una terrible enfermedad, ya nada tiene sentido. Si Muley
Hassan es incapaz de gobernar cuando tanta falta hace una mano firme que
gobierne, veo razonable que el pueblo granadino proclame otro nuevo sultán -los
faquíes escuchaban sorprendidos y los
rebeldes que los seguían se habían serenado-. También veo justo que su sucesor
sea su propio hermano. Ahora es walí
de Málaga, pero todos sabemos que no pondrá objeciones para tomar las riendas
del sultanato. Os doy mi palabra de que yo mismo me encargaré de todo, pero
ahora necesito que os vayáis a vuestras casas. La sangre que se derrame aquí
hoy no hará más que deslegitimar una sabia decisión -en este punto dirigió la
mirada a Abd al-Rahim que, con gesto grave, asintió-. Yo personalmente acudiré
a Málaga para informar a Muhammad ibn Sa’d de lo que Granada ha decidido.
Los faquíes cuchichearon y dialogaron sobre
la propuesta. Habían conseguido todo lo que pretendían, pero tenían que hacer
una última demostración de poder.
-Zoraya,
su hijo y el sultán enfermo deben irse de la Alhambra , no los queremos
aquí.
-Está
bien -contestó Reduán Venegas-. Dadles un plazo razonable y se marcharán. De
todo esto me hago responsable, y si no cumplo con la palabra que os he dado
podéis volver para darme justicia.
Los faquíes
no encontraron nada más que añadir y dieron la orden de disolver la revuelta.
Lentamente, los hombres desalojaron la explanada de la puerta de la
Ley. Reduán Venegas suspiró y relajó los
músculos. En ese momento se dio cuenta de que tenía las uñas clavadas en las
palmas de las manos. Los capitanes le presentaron sus respetos y se apresuraron
a cerrar de nuevo la puerta. Reduán descendió de la torre y caminó despacio en
dirección al palacio, las piernas aún le temblaban. Cuando estuvo apartado de
los soldados de la guarnición esbozó una sonrisa, todo había salido según lo
planeado.
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