La dulce voz del único muecín que quedó en la ciudad se escuchó en la quietud del amanecer e invadió las calles desiertas con su tono aterciopelado. En la ribera del río los hombres rezaron nerviosos, dándose prisa para poder seguir practicando con los arcos. Los guardias habían improvisado dianas y los ciudadanos, convertidos de manera fortuita en guerreros, tiraban bajo la dirección de los más expertos. Habían conseguido reunir a más de trescientos ciudadanos que, con los cien guardias, formaban un grupo más o menos organizado. Se apostaron frente al embarcadero de madera, por donde estimaron que entrarían los invasores.
Salió el sol y todos miraron río abajo con ansiedad. No llegaban noticias y un atisbo de esperanza se instaló en sus corazones. Tal vez los piratas renunciaban a atacar una ciudad grande. La ilusión se vino abajo enseguida, cuando un jinete irrumpió en la explanada gritando.
—¡Vienen!, ¡ya vienen!
Con teas encendidas, dos soldados prendieron las pequeñas hogueras que había repartidas por el suelo para incendiar las flechas. Muhammad, los dos yundíes y Shafi recorrían las filas para insuflar ánimo. Muchos temblaban ante la inminencia de su primera experiencia en batalla. Cada uno tenía sus propios motivos para haberse quedado, la mayoría lo había hecho para defender sus negocios o sus casas y ya comenzaban a estar arrepentidos. Kamal, impertérrito, permanecía quieto en su puesto junto a los hermanos eslavos con los que solía entrenar en los cuarteles. Cuando asomaron las primeras cabezas de dragón sobre el perfil del agua cundió el pánico entre los sevillanos. Quemaron las puntas de las flechas y aguardaron a que estuvieran a una buena distancia. Observaron los remos moviéndose acompasados y pudieron ver a los hombres que, de pie con sus armas en la mano, les devolvían la mirada desde las naves. Un barco se acercó a la orilla del río y avanzó hasta colocarse frente a los defensores de la ciudad. Shafi no había dado todavía la orden de atacar, pero al menos quince flechas surcaron el cielo dejando tras de sí un reguero de humo. La mayoría cayó en la ribera, tres en el agua y sólo dos chocaron contra el armazón de madera, sin clavarse en él. Muhammad negó con la cabeza y suspiró. No había nada que hacer...
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