jueves, 25 de julio de 2013

INTRODUCCIÓN DE "EL ESCUDO DE GRANADA"

-¡En el nombre del sultán, deteneos! ¡Volved a vuestros hogares o tendremos que usar la fuerza!
La voz del capitán sonaba como un trueno desde el adarve de la torre pero, por encima de la suya, las mil voces de los rebeldes ascendían lamiendo la piedra de las murallas, como una marea incesante que golpeaba los muros y la puerta, los atravesaba, y se adentraba en los jardines de los palacios de la Alhambra. Los soldados de la guarnición observaban a los sublevados sin saber muy bien qué hacer. Apenas eran trescientos acuartelados, contra los miles que reclamaban ver al sultán desde las cuestas de la Sabika.
Reduán Venegas se reunió con los capitanes en lo más alto de la puerta de la Ley. El noble había acudido al palacio para hablar con el sultán y aguardaba una respuesta de su secretario cuando comenzó el tumulto.
-¿Qué está pasando? -consiguió preguntar cuando se repuso.
-Señor -tomó la palabra uno de ellos, el de mayor edad-, Granada entera se ha levantado contra Muley Hassan, no sabemos cómo actuar.
Con la respiración aún agitada por la carrera, Reduán asimiló las palabras y dudó unos instantes antes de ponerse al frente de la improvisada defensa.
-¿Está informado nuestro sultán?
-No lo sé.
-Pues que alguien vaya a comprobarlo. Mientras tanto, apuntalad la puerta y apostad ballesteros en la torre y por todo el adarve.
Los capitanes cumplieron sus órdenes. Cerca de cincuenta ballesteros se repartieron por la muralla, dispuestos a disparar al más mínimo intento de asalto. El pueblo reaccionó con ira y una lluvia de piedras e incluso tiros de ballesta acosó las almenas.
De pronto, como por arte de un encantamiento, se hizo el silencio. Durante unos instantes tan sólo se oyó el murmullo de los rebeldes, que se mandaban callar unos a otros.
-¡Abrid la puerta! -sonó una única voz desde la muchedumbre. Sólo hubo silencio como respuesta. -¡Abrid la puerta o la echamos abajo!
Reduán miró al capitán que le había informado de la situación. Éste agachó la cabeza. El noble se retorció en su puesto y finalmente dio la cara desde la torre.
-¡¿Quién da esa orden?!
-Soy el faquí Abd al-Rahim y hablo en nombre del pueblo, un pueblo al que parece haber olvidado su gobernante.
Como apoyo a sus palabras se oyeron vítores y los chasquidos de los aperos que la mayoría enarbolaba, como armas de un ejército sin recursos.
-Nuestro sultán nunca olvida a su pueblo -reprochó Reduán.
-Nuestro sultán se encierra en la Alhambra y deja que los cristianos conquisten a su antojo. Han tomado Ronda, Coín, Marbella... ¡Se ríen delante de nuestras narices, cercanos ya a Málaga!
-Debemos fidelidad al sultán -contestó el noble, con los labios apretados.
-¡No a este sultán!
Y aquel grito fue el resorte que hizo despertar de nuevo a los exaltados, que arremetieron contra la puerta con el ímpetu de un ariete. Las maderas crujieron, los goznes eran resistentes, pero acabarían cediendo. Reduán Venegas observó a los ballesteros que, impacientes, aguardaban su orden para disparar. En el último momento, cuando todo parecía indicar que la sangre correría esa mañana por las laderas de la Sabika, la puerta se abrió lentamente y los rebeldes se apartaron, extrañados, para ver qué les esperaba al otro lado.
Ante ellos apareció Zoraya con su hijo de la mano. La favorita del sultán se enfrentó altiva a los hombres y con paso seguro caminó hacia ellos tirando del niño. Le abrieron paso y se colocó a varios pasos de la puerta, rodeada por los faquíes que dirigían la rebelión. Todos quedaron petrificados, todos menos el viejo Abd al-Rahim, que cuando la tuvo delante gritó para que todos lo oyeran.
-¡Vergüenza siento de nuestro soberano. Nos manda a una mujer para decirnos lo que él no tiene valor de decir!
El coro de vítores volvió a sonar y cuando se serenaron Zoraya tomó la palabra.
-Mi esposo, Muley Hassan, yace enfermo y no puede atender vuestras demandas; que el Compasivo lo proteja y le dé salud. La terrible enfermedad que padece lo mantiene alejado de los asuntos de gobierno, por lo que pide a su pueblo -hizo una pausa y miró a su alrededor mientras trataba de serenar su respiración-, el pueblo al que tanto ama, que tenga paciencia y aguarde su mejoría, o que acepte como sultán de Granada a su hijo -empujó al niño ante los faquíes y aguardó la respuesta.
Abd al-Rahim negó con la cabeza, sus ojos se llenaron de furia y bramó una contestación que todos tenían en mente.
-¡Ni un sultán enfermo, ni un sultán niño es lo que necesita Granada en estos momentos!
En esta ocasión, en el griterío que siguió a la intervención del faquí se oyó un nombre que todos coreaban: Muhammad ibn Sa’d. Varios hombres alzaron pendones con el nombre del hermano del sultán escrito con letras bermejas. El pueblo pedía un nuevo líder. El escándalo no cesaba y la muchedumbre empujaba, pidiendo a los faquíes que se apartaran para dejarlos entrar en la Alhambra. Zoraya agarró a su hijo y atravesó la puerta. Los faquíes parecían vacilar, si dejaban el paso abierto los rebeldes acabarían con la mujer y su hijo. Por la mujer no sentían el más mínimo aprecio, para ellos no era más que una cautiva cristiana que había conseguido embaucar al sultán. Pero el niño, aunque fuera el hijo de una conversa, también lo era de Muley Hassan.
En medio de aquella confusión Reduán, que había observado la escena desde la torre, habló para todos.
-¡Negociemos! -tuvo que repetirlo tres veces para que lo escucharan-.Yo mismo había venido aquí para hablar con nuestro sultán, pero si es verdad lo que nos ha contado su esposa, si padece una terrible enfermedad, ya nada tiene sentido. Si Muley Hassan es incapaz de gobernar cuando tanta falta hace una mano firme que gobierne, veo razonable que el pueblo granadino proclame otro nuevo sultán -los faquíes escuchaban sorprendidos y los rebeldes que los seguían se habían serenado-. También veo justo que su sucesor sea su propio hermano. Ahora es walí de Málaga, pero todos sabemos que no pondrá objeciones para tomar las riendas del sultanato. Os doy mi palabra de que yo mismo me encargaré de todo, pero ahora necesito que os vayáis a vuestras casas. La sangre que se derrame aquí hoy no hará más que deslegitimar una sabia decisión -en este punto dirigió la mirada a Abd al-Rahim que, con gesto grave, asintió-. Yo personalmente acudiré a Málaga para informar a Muhammad ibn Sa’d de lo que Granada ha decidido.
Los faquíes cuchichearon y dialogaron sobre la propuesta. Habían conseguido todo lo que pretendían, pero tenían que hacer una última demostración de poder.
-Zoraya, su hijo y el sultán enfermo deben irse de la Alhambra, no los queremos aquí.
-Está bien -contestó Reduán Venegas-. Dadles un plazo razonable y se marcharán. De todo esto me hago responsable, y si no cumplo con la palabra que os he dado podéis volver para darme justicia.
Los faquíes no encontraron nada más que añadir y dieron la orden de disolver la revuelta. Lentamente, los hombres desalojaron la explanada de la puerta de la Ley. Reduán Venegas suspiró y relajó los músculos. En ese momento se dio cuenta de que tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos. Los capitanes le presentaron sus respetos y se apresuraron a cerrar de nuevo la puerta. Reduán descendió de la torre y caminó despacio en dirección al palacio, las piernas aún le temblaban. Cuando estuvo apartado de los soldados de la guarnición esbozó una sonrisa, todo había salido según lo planeado.

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